Nada golpea tan fuerte como la vida


… me llamaron y me dijeron «Hay una pelea, un título mundial, el de la IBO (International Boxing Organization)… hay unos US$ 12.000 de bolsa, pero tienes que ir a un peso superior, no te preocupes por la categoría». En esa época yo era wélter, muy flaquito, pesaba 67 kg y para superwélter se necesitan casi 70 kg. Me preguntaron si quería pelear. Yo no tenía para comer, literalmente. «Sí, sí, sí, ¡Claro que quiero!», respondí.

No pregunté contra quién; la desesperación hace que uno acepte lo que sea. Venía con una lesión en mi mano izquierda y no estaba boxeando en ese momento; durante casi un mes había estado haciendo solamente pesas. Hablé con el muchacho del gimnasio y le expliqué: «Antonio, mirá, tengo este tema. Dentro de ocho días tengo un título mundial, peleo hasta 12 rounds, pero no tengo resto físico, no tengo aire, no tengo fuerzas, no tengo flexibilidad. ¿Qué hacemos?». «Bueno, tranquilo; te voy a dar una suplementación, proteínas, aminoácidos, cosas simples para que te pongas fuerte en estos cuatro días y al menos ganes aire. La pelea va a ser larga, vas a necesitar aire», fue su respuesta.

Llegué a mi casa y me puse a escribir y a planificar. Creo que es bueno planificar por escrito cada uno de nuestros objetivos; particularmente, plasmarlos primero en palabras me permite tener una mayor efectividad. Día miércoles… ese día entrené a las cinco de la tarde, nueve de la noche y una de la madrugada. Me dije: «Sí, estoy loco, pero necesito pelear». Y a la una de la madrugada salí a correr, al otro día a las ocho de la mañana ya estaba entrenando de nuevo, luego a trabajar como un salvaje. Viajé un domingo a Londres donde pasé un día entero haciendo las revisaciones médicas. Tenía que ir hasta Manchester para enfrentar a mi rival; no sabía cómo era, si era blanco, negro, azul o violeta… ¡nada! Pero ya estaba en el baile. Viajé con el padre de mi entrenador. La semana del combate estuve de muy buen humor. Y fui a pelear. No me importó nada, ni la ciudad, ni si llovía, ni si tenía que dormir en el suelo… yo iba a ganar.

Recuerdo que me pusieron muchas trabas al principio cuando llegué; no me daban un gimnasio, no me decían dónde ir a correr, no disponía ni de un taxi para ir a un campo o a un sitio adecuado. Yo no soy de gritar ni de enojarme, pero en ese momento hacía falta: «Momentito, miren yo vengo a ganar. Así que ustedes me van a poner un gimnasio porque esa es su obligación». Me pusieron un gimnasio de pesas -no de boxeo- donde había chicas entrenando… fue todo muy raro, muy precario. Un día iba caminando, calentando, hacia el gimnasio que estaba como a unas nueve cuadras y por el camino encontré un cable enrollado. Pensé: «Bien, este cable me va a servir para algo», y lo guardé en mi bolso. Parecía un loco. Pero como en ese gimnasio no tenía ring, no tenía bolsa, no tenía guantes… no tenía nada, ese cable lo terminamos atando a una columna y le pedí a mi entrenador improvisado que él lo sostuviera. Así hice cintura y saqué millones de golpes. Llegué a 12 rounds haciendo sombra-cintura con ese movimiento.

A veces, de las cosas más sencillas e insignificantes a las que tal vez no les damos mucho valor,
podemos obtener el mayor provecho. Por eso, mi consejo es: nunca subestimes el poder de lo pequeño.

Entonces conocí a mi rival, recién cuando fui a la conferencia. Era de piel negra, grandote, fuerte. Y sin embargo yo, con todo lo que había pasado en ese lugar, lo miré y pensé: «Me lo como crudo, hasta que no caiga no paro». No soy una persona de sentir furia, pero ese día sentía que quería destrozarlo. «Si quieren, comenzamos a pelear ya mismo -les dije allí- aquí yo vengo a ganar». Cuando finalmente subimos al ring, el lugar estaba lleno de gente y ahí no ganaba nadie de afuera… era Inglaterra.

Eran las nueve de la noche. En Argentina nunca se enteraron; dos meses después publicaron bien chiquito: «Martínez ganó un título secundario». Fue una pelea muy dura… en el primer round me tocó en la frente, me dejó una marca que me duró dos meses mas o menos. Williams tenía menos peleas que yo, pero era muy duro. Tenía su peso: 76 kg (yo tenía 71 kg). Pero no me asusté, cuando las papas quemaban, me dije: «Ahora es mi turno, a moverse». No encontraba mi distancia, no me sentía cómodo; me pegaba y me dolía… me rompió todo. Terminé con huesos fisurados por todos lados. Hoy uso dos protectores bucales de US$250. Ese día tenía un protector bucal de €3. Al terminar la pelea, aunque estaba feliz porque había ganado, me sangraba mucho la boca. No pude ir a una clínica hasta una semana después en Madrid. Allí me dijeron que deberían haberme dado más de 200 puntos en la boca por los cortes que produjeron los golpes con el protector bucal, pero ya las heridas estaban cicatrizando… y mal. Así se cauterizaron, mal curadas. Es que yo compré un protector bucal barato, lo herví en agua, me lo puse en la boca y lo almodé a mis dientes.

En el tercer round caí al suelo, pero me levanté. Un detalle enorme: mi padre llegó ese día. Tres días antes no tenía pasaporte, no tenía dinero, no tenía nada; pero ese día llegó a Manchester. Y vi la luz. En el video se puede ver que me caí, me paré y me dije: «Dios, ¿dónde estoy?», no sabía dónde estaba. Y de repente miré a mi izquierda, porque sabía que mi padre estaba ahí. Me dio muchísima vergüenza caer. Pero seguí peleando, intenté sobrevivir a ese round y lo logré. Y a partir de ese round gané la pelea. Lo vi a mi padre quieto, congelado. «Ay, Dios, qué vergüenza… caer delante de mi papá». Recuerdo haberme dicho: «Ahora lo mato». En el cuarto round comencé a combatir en mi distancia. Y Williams dejó de verme, de tocarme y de golpearme. Me tocaba cada dos o tres minutos, de chiripá, de casualidad.

En el séptimo round me metió un gancho y me quebró dos costillas, justo faltando dos o tres segundos. Sentí un sonido hueco. Yo soy de gesticular mucho ante mis rivales, es una cuestión psicológica. Al terminar el asalto les hago un gesto como que les metí un  gol, y se van fastidiados. Justo me enfocó la cámara, y dije: «¡Dioooosss!. No podía mover la pierna derecha. Sentí un pinchazo adentro y me di cuenta de que estaba jodido. Me senté y calculé: «Me quedan cinco rounds, la pelea entera; a sobrevivir y a machacarlo». Seguí adelante. En el asalto 11 volví a caer, fue un resbalón porque pisé un cartel que me pegó justo en la oreja. Si no pisaba ese cartel, no me caía. A partir de esa caída, aunque ya venía castigándolo a Williams, le pegué, le pegué, le pegué… terminó contra las cuerdas, muy mal.

Cuando comenzó el último round, yo salí a atacar. No le di una gota de aire, ni una fracción de segundo de respiro, era imparable. Faltando solo diez segundos cayó él, desvanecido, casi agonizando. Se paró… y no lo pude noquear. Terminó la pelea y gané.

Ver a mi papá ahí fue lo más increíble que me pudo haber pasado, difícil de describir con palabras.

Transcrito por Marcos Montivero del libro Corazón de Rey de Sergio «Maravilla» Martinez.

Como yapa, el KO terrible contra otro (Paul) Williams.


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